Domingo de Resurrección. Jn.20, 1-9.
Es bien fácil imaginar la zozobra y el desasosiego de los amigos de Jesús ante los acontecimientos vividos. Y es fácil imaginar a aquellas mujeres, a la Magdalena, esperando impaciente regresar al sepulcro donde habían dejado a Jesús.
Aún estaba oscuro, su corazón desolado y su mente nublada… Y la tumba vacía. María se siente desorientada. Sin Jesús no es nada y los interrogantes se agolpan en torno a ella. «Se lo han llevado y no sabemos dónde lo han puesto».
Hasta entonces no habían comprendido.
Y es que, la fe en Jesús resucitado, hoy igual que entonces, no nace de forma espontánea. Para abrirnos a esta fe hemos de hacer nuestro propio recorrido, amar a Jesús con pasión y buscarlo, ¿Dónde?
No entre los muertos; no en una religión caduca, reducida al cumplimiento externo de normas; tampoco entre cristianos divididos y enfrentados en luchas estériles; no lo encontraremos en una fe estancada y rutinaria, gastada por tópicos.
A Jesús lo encontramos allí donde se vive según el Espíritu, donde vamos construyendo comunidades que ponen a Cristo en su centro, buscando en nuestra relación con él nuestra identificación con su proyecto. Un Jesús que enamora y seduce, que toca los corazones y contagia su libertad.
A Jesús podemos encontrarlo de muchas maneras, en cualquier parte donde nazca la vida y triunfe el amor. Claro, pero no olvidemos que para que nazca la vida y triunfe el amor, algo o alguien tiene que morir (Jn. 12, 24). Vivamos no solamente la Pascua, seamos sembradores pascuales.
Hna. Amelia Sánchez, JST.