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IV Domingo de Adviento – Dichosa tú que has creído

 

 

«María se puso en camino» (Lc 1,39).

 

Me parece que la actitud de la Virgen durante los meses transcurridos entre la Anunciación y el Nacimiento es el modelo de las almas interiores; de esos seres que Dios ha escogido para vivir dentro de sí, en el fondo del abismo sin fondo. ¡Con qué paz, con qué recogimiento María se sometía y se prestaba a todas las cosas! ¡Cómo, aún las más vulgares, eran divinizadas por Ella! Porque a través de todo la Virgen no dejaba de ser la adoradora del don de Dios. Esto no la impedía entregarse a las cosa de fuera cuando se trataba de ejercitar la caridad.

El Evangelio nos dice que María subió con toda diligencia a las montañas de Judea, para ir a casa de su prima Isabel (Lc. 1,39-40). Jamás la visión inefable que ella contemplaba en sí misma disminuyó su caridad exterior. Porque, como dice un autor piadoso (Ruysbroec), Si la contemplación «tiende hacia la alabanza y a la eternidad de su Señor, ella posee la unidad y nunca la perderá. Si llega un mandato del cielo, ella se vuelve hacia los hombres, se compadece de todas sus necesidades, se inclina hacia todas sus miserias. Es necesario que ella llore y que ella fecunde. Alumbra como el fuego; como él, ella quema, absorbe y devora, elevando hacia el cielo lo que ha devorado. Y una vez que ha acabado su misión en la tierra se remonta y emprende nuevamente, ardiendo en su fuego, el camino de la altura».

Santa Isabel de la Trinidad, Carmelita Descalza

El cielo en la fe (Primer retiro), día décimo.

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